martes, 26 de febrero de 2008

Triste infancia

Alí, el niño negrito del internado con el que yo me llevaba muy bien, había tenido un percance.

Todo ocurrió aquel fatídico día, cuando yo me dirigía, como cada Martes desde hace dos meses, al internado donde trabajo.

Aunque no llevaba mucho tiempo, pues hacía tan solo dos meses que había acabado mi carrera como educadora social, pronto cogí cariño a ese niño, con mirada pícara, sonrisa tímida y buenos modales.

Él no era como los demás. Nunca se dejaba guiar por los otros chicos que frecuentemente consumían hachís, coca, y esnifaban disolvente.

Él sabía distinguir entre el bien y el mal, o eso creía yo…

Aquel día eran ya las seis de la tarde y Alí todavía no había aparecido. ¡No lo había visto en todo el día!

Tengo que confesar que entre nosotros había más que una amistad.

A mí no me importaba que él fuera tres años más pequeño, pues entre los veinte y los diecisiete tampoco había tanta diferencia.

Sospeché que los demás se habían ido, como cada tarde, al viejo colegio a esnifar disolvente o a meterse rayas de coca.

Pero no entendía cómo a esas horas Alí todavía no había aparecido, pues solíamos tener nuestros encuentros amorosos a esas horas.

Eran ya las diez, y yo ya estaba en casa, muerta de cansancio e impotencia.

Poco después me llamaron los del internado.

Alí había caído en la trampa.

El disolvente le provocó un gran mareo que le hizo caer, dándose un fuerte golpe en la cabeza.

Había entrado en un coma irreversible del que nunca saldría.


Marta Santamaría Eguíluz;1º1 Bach.

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